
CRIAR EN LA OSCURIDAD: MATERNIDAD, INFANCIA Y APAGONES EN CUBA
Por Odette González
Yusimí y su hija Angeline. (Foto: Cortesía de Yusimí)
En Cuba, los apagones son una forma de violencia estructural que castiga a la infancia y a las madres que la sostienen en condiciones extremas.
A las tres de la madrugada, Ledys sale al balcón con su hija en brazos. No hay electricidad, no hay agua, no hay brisa. La abanica con un cartón mientras la niña se inquieta por el calor que se acumula en la casa. Suda, se queja, llora. Ledys solo espera que se tranquilice y logre dormir al menos un poco antes de que amanezca.
Para su hija, Malena, lidiar con el descalabro energético es aún más difícil que para cualquier otra niña de 12 años de edad. Su Parálisis Cerebral Infantil (PCI) le impide comprender y gestionar los retos de vivir en la oscuridad.
En similar situación se encuentra Angeline, una adolescente de 19 años. En su caso, episodios de agresividad se exacerban durante los apagones y a causa de ellos. Para calmarla, su madre, Yusimí, debe recurrir a medicinas que no siempre tiene a mano. En ocasiones, su hija menor, Amor, de apenas 11 años, en medio de ese ambiente tenso también sufre las consecuencias: presencia las crisis, convive con la incertidumbre y debe adaptarse a una rutina marcada por la falta de descanso y la precariedad.
En Cuba, la maternidad se vive al límite. Para madres como Ledys y Yusimí, cada apagón no es solo una molestia: representan un riesgo a la vida de sus hijos. Ambas mujeres sostienen la maternidad en condiciones tan precarias que amenazan con empujarlas al colapso emocional.
Criar a un hijo pequeño en la isla implica enfrentar el deterioro del sistema energético, que en sólo los últimos cuatro años ha visto su capacidad de generación disminuida en un 25%. Esto ocurre en un contexto de inflación galopante, colapso sanitario —marcado por la falta de personal, insumos y medicamentos— y pésimas condiciones higiénico-epidemiológicas.
Desde 2008, Cuba ha experimentado un aumento sostenido de la temperatura media anual de aproximadamente 1 °C que, junto a la falta de medidas preventivas, según pronostican estudios, podría aumentar los riesgos sanitarios para 2030.
Episodios de olas de calor —que se han multiplicado por más del doble en una década— y noches tropicales sin alivio térmico agravan el estrés físico en hogares sin electricidad, aumentando los riesgos de deshidratación, golpes de calor y crisis respiratorias o cardiovasculares, sobre todo en niños y ancianos.
Con este panorama, las madres han quedado atrapadas en una realidad en la que la oscuridad no solo es física, sino también estructural, emocional y mental.
Apagones que asfixian la infancia
Desde Santiago de Las Vegas, Ledys enfrenta esta realidad sin tregua. En su casa, la oscuridad significa mucho más que un apagón; es una amenaza latente. Su hija no puede masticar ni comunicarse a causa de una parálisis cerebral severa, una condición del sistema nervioso central fetal o infantil que afecta el movimiento, la postura y el neurodesarrollo.
Pese a sus 12 años de edad, Malena se alimenta a base de papillas que Ledys debe batir cada día. Pero en octubre de 2024, durante uno de los peores apagones que ha vivido el país en los últimos años, la madre no pudo usar la licuadora y la niña se vio en aprietos para ingerir la comida.
Entre el 18 y el 23 de octubre de 2024, el sistema eléctrico nacional sufrió un colapso total que dejó sin servicio a al menos el 50 % del país, después de que el huracán Oscar cruzara la costa oriental de Cuba. El gobierno declaró el estado de emergencia, lo que obligó al cierre temporal de escuelas, centros laborales y servicios médicos no esenciales.
Lo que para muchos fue un caos, para Ledys y su pequeña se convirtió en peligro de muerte.
«Casi se me ahoga porque no pude batirle su comida», recuerda. «Corrí al policlínico y me sentí impotente. Otro niño con su misma condición falleció ese día».
Convertida en cuidadora única ante una realidad que no puede cambiar, Ledys enfrenta la crisis energética como un desafío diario. «Mi hija se desespera con el calor y no entiende lo que pasa. No sabe por qué no hay luz, por qué no hay ventilador. Y yo me desespero también. Me parte el alma verla así y no poder hacer nada».
Cuando se va la electricidad, también se va el agua corriente. Y sin agua, mantener la higiene mínima es una batalla diaria. «Los niños como ella babean, no tienen control de esfínteres. Si no están limpios pueden hacer escaras. Es inhumano», denuncia. Y confiesa que hay días en que tiene «ideas suicidas», pero se aferra a sus hijos.
«Ellos ya sufren conmigo. ¿Qué sería de ellos si yo no estoy?», dice la madre —que también tiene un hijo de once años— y lamenta que esta situación afecte a los niños que no tienen culpa de nada, que no entienden de termoeléctricas, que no entienden de política y que tienen que pasar las noches sin poder dormir, ahogados del calor mientras los padres les echan aire con un cartón o con lo que aparezca. Y al día siguiente, sin haber descansado, tienen que ir a la escuela «a enfrentarse a una pizarra, a una clase con un profesor, después de tanta mala noche. ¿Cómo va a ir un niño así a la escuela después de pasarse la noche sin luz, sin dormir, muerto de calor?», se pregunta.
Muchos padres se niegan a enviar a sus hijos a la escuela en esas condiciones, por lo que el rendimiento escolar se ve seriamente afectado por los prolongados apagones. En este contexto, las autoridades han modificado los horarios escolares o incluso suspendido las clases en distintos momentos y territorios del país, debido a las interrupciones eléctricas que impiden el desarrollo normal de las actividades educativas. La falta de electricidad compromete la regularidad del calendario escolar, especialmente en aquellas escuelas que dependen de equipos audiovisuales para impartir contenidos mediante videoclases.
La salud mental, al límite
En Regla, Yusimí se las ingenia cada día para enfrentar los apagones. Desde enero, su familia —como muchas otras— no tiene combustible para elaborar los alimentos, ya que en su municipio el suministro depende de «balitas» (cilindro de gas licuado, también conocido como bombona de gas butano, comúnmente utilizado para cocinar) que no entran desde entonces.
Desde finales de 2024, Cuba atraviesa una crisis sostenida en el suministro de gas licuado (GLP), provocada por la incapacidad del Estado para pagar a tiempo a los proveedores, lo que ha impedido la descarga de buques anclados en aguas cubanas. Según datos oficiales, más de 800.000 hogares se han visto afectados en todo el país, incluidos 99.000 en La Habana. Cocinar sólo es posible cuando hay electricidad.
«Las niñas y yo dependemos de la electricidad para poder comer. Cuando se va la luz, no hay comida. Punto», dice Yusimí, quien debe levantarse a las cinco de la mañana para cocinar, recoger agua y realizar todas las tareas que requieren corriente antes de que la corten. Se guía por la programación de apagones, aunque muchas veces esta se extiende más de lo anunciado o simplemente no se cumple.
Su hija mayor, Angeline, que fue diagnosticada con parálisis cerebral infantil con hemiplejia izquierda desde bebé, comenzó a presentar síntomas de esquizofrenia desde los ocho años. Hoy los apagones actúan como detonantes para sus crisis de agresividad. «Para evitar que se vuelva agresiva, tengo que darle sus medicamentos. Pero no siempre los tengo. Además, afectan su rendimiento en la escuela».
Angeline nació pretérmino, pero fue dada de alta como un bebé sano, sin seguimiento. A los pocos meses, su familia notó que no realizaba las acciones propias de su etapa de desarrollo. Gracias a la gestión de un amigo del padre, lograron que le realizaran una resonancia en el Pediátrico Infantil Pedro Borrás, y fue donde se le diagnosticó la parálisis cerebral. A partir de ahí comenzó rehabilitación en una clínica infantil, pero al ingresar en la escuela Solidaridad con Panamá, la atención se deterioró por la falta de personal. Según su madre, eso impidió que pudiera llegar a caminar. A los cinco años empezaron los ingresos periódicos en el Hospital de Rehabilitación Julio Díaz. El primero fue positivo; en los siguientes ya no había técnicos. «Solo le hacían ozonoterapia o acupuntura. La rehabilitación de verdad no existía. Y si no tienes dinero para pagar un particular, es como si nada», lamenta.
Ledys, que también padece el abandono institucional, explica que lo que buscan los padres es hacer reaccionar al gobierno, especialmente quienes tienen hijos en situación de discapacidad: «Ellos, desgraciadamente, ya nacieron enfermos, no pueden disfrutar de una vida normal, y encima tienen que sufrir tanto abandono del Gobierno». Malena, dice, nunca ha recibido atención especializada. Intentó que la atendieran en el Julio Díaz, pero los neurólogos le dijeron que no era candidata porque su condición no mejoraría: «La fisioterapia que lleva es solo para evitar escaras y rigidez».
Malena es una de las casi 467.000 personas con discapacidad en Cuba, cifra que representa una tasa de aproximadamente 4,2 por cada 1.000 habitantes.
En Cuba, existen tratamientos que podrían mejorar la calidad de vida de estos niños, pero no están al alcance de sus familias. El Centro Internacional de Restauración Neurológica (CIREN) ofrece terapias intensivas de hasta siete horas diarias durante tres meses, que incluyen logopedia, hidromasaje, psicología, acupuntura, toxina botulínica y fisioterapia. Sin embargo, están reservadas para clientes extranjeros que puedan pagar en dólares: el costo mínimo es de 25.889 USD.
Yusimí está bajo tratamiento psiquiátrico, pero señala que su caso no es aislado: «Yo creo que cualquier persona que le toque vivir en mi país, aunque nunca haya padecido de los nervios, en estos momentos debe estar con tratamiento o descompensado porque esto se va de lo normal».
La carga emocional es permanente. «He sentido ganas de gritar, de llorar. He sentido ganas de desaparecer», dice Yusimí, que ha atentado dos veces contra su vida: «Me he descompensado de tal manera que he llegado a eso».
La propia Sociedad Cubana de Pediatría ha advertido que entre las causas más frecuentes que afectan la salud mental materna se encuentran la fatiga, la falta de sueño, los conflictos familiares y los antecedentes de trastornos mentales, a lo que habría que sumar el actual contexto socioeconómico de crisis prolongada.
Esa angustia no es un fenómeno aislado en Ledys y Yusimí. Como documentó el artículo «Nombrar lo innombrable: salud mental perinatal en Cuba», publicado por Periodismo de Barrio en 2024, el deterioro de la salud mental materna en la isla responde no solo a causas individuales o biológicas, sino al peso del entorno socioeconómico: la inflación, la sobrecarga de cuidados, la falta de empleo digno y la inexistencia de políticas públicas eficaces.
En palabras de la socióloga oficialista Mayra Espina Prieto, lo que vive hoy Cuba no es una simple crisis, sino una policrisis: un entramado de emergencias económicas, migratorias, sociales y de servicios que comprometen la capacidad de reproducción y supervivencia del país. Según la experta, las mujeres enfrentan esta situación con mayor dureza, tanto por su rol de cuidadoras como por las desigualdades acentuadas en el acceso a empleo e ingresos. «En la crisis que vivimos hoy seguramente hay un retroceso muy grande de los procesos de emancipación de la mujer, que tendrá consecuencias de largo alcance», advierte. Las condiciones para maternar —y para decidir no maternar— están profundamente afectadas por este contexto asfixiante.
En Cuba, estas condiciones se agravan por la ausencia de redes de apoyo eficaces, lo que deja a las madres aisladas en momentos críticos. Las recomendaciones habituales para cuidar la salud emocional —como una alimentación adecuada, descanso suficiente, acompañamiento médico y soporte afectivo— resultan inviables para la mayoría de las madres cubanas, atrapadas entre el colapso institucional y la precariedad cotidiana.
En medio de esta precariedad, la supervivencia se organiza al día. «Aquí es prácticamente resolver la comida del diario. Si resolví para comer hoy, se come, porque es así como está viviendo el cubano de a pie», explica Yusimí y precisa que para cocinar cuando no hay corriente recurre a lo que tenga a mano: «Coger latas, ponerle un poco de carbón que me han regalado, una parrilla de ventilador. Y ahí inventar. Si hay arroz hacer un poco de arroz. Si hay huevo hervirlo, porque ni freírlo, porque el aceite está muy caro».
Su red de apoyo es prácticamente nula. «Mi familia son mis hijas y mi madre. Mi madre es una mujer enferma que más bien soy yo la que la puedo ayudarla, a veces. No tengo pareja en estos momentos. Mis vecinos, los que tienen planta eléctrica, algunas veces me dejan cargar el teléfono, cargar el bombillo eléctrico que tengo para darles luz a las niñas».
En países con marcos institucionales sólidos, la infancia se protege mediante protocolos de respuesta ante emergencias como apagones. El artículo «Cortes de electricidad y seguridad alimentaria», de Child Care Aware of America, detalla cómo la pérdida de electricidad puede poner en riesgo la alimentación, higiene y seguridad de los menores, y subraya la importancia de contar con planes de emergencia, generadores, rutas de evacuación y protocolos de comunicación.
Los cortes de energía comprometen la seguridad y bienestar de la infancia al interrumpir servicios esenciales en guarderías y hogares, apunta Child Care Aware e identifica riesgos —alimentación, climatización, comunicaciones y movilidad— y ofrece guías para planificar respuestas: evaluar vulnerabilidades, elaborar planes de continuidad y kits de emergencia, y formar al personal. Asimismo, sugiere protocolos de comunicación con familias y procedimientos para cuidado temporal.
Nada de esto existe en Cuba. Los círculos infantiles, escuelas y hogares están desprovistos de mecanismos básicos de respuesta. No hay voluntad política para prevenir y mitigar estos efectos. Las madres quedan solas, improvisando con latas, carbón y medicamentos racionados, en una precariedad que podría evitarse si hubiera un sistema mínimamente funcional.
Por eso, de las instituciones Yusimí no espera nada: «Aquí a las instituciones no les importa absolutamente nada lo que pueda pasar el pueblo. Palabras bonitas en la televisión, pero a ellos no les importa absolutamente nada».
Sin país para maternar
El colapso institucional en Cuba es de tal magnitud que muchas madres ni siquiera pueden saber con certeza si sus hijos están sanos. Amelia Calzadilla, quien emigró en 2023 tras meses de denuncias públicas que la convirtieron en blanco del acoso de la Seguridad del Estado, descubrió al poco tiempo de llegar a España que una de sus hijas tenía hepatitis, tras presentar síntomas que nunca fueron atendidos. «Venía enferma desde Cuba y nadie lo sabía», cuenta. Cuando la niña fue ingresada, le realizaron estudios también a sus hermanos, y el diagnóstico fue contundente: los tres estaban desnutridos. «No flacos, desnutridos. Y yo pasé vergüenza», reconoce. «El estado depauperado de la salud en Cuba pone en peligro incluso a las personas sanas», insiste. Su experiencia revela cómo las condiciones estructurales del país han llevado a normalizar lo inaceptable.
Desde el exilio, Amelia ha criticado la visión romántica sobre la alegría del pueblo cubano: «No se puede ser feliz viviendo 20 horas al día sin corriente».
Su historia ilustra cómo el hartazgo maternal se transforma a veces en ruptura política. Durante un apagón en septiembre de 2023, tras el paso del huracán Idalia —que ni siquiera tocó La Habana— el gobierno interrumpió el suministro eléctrico de forma preventiva. En la zona donde vivía Amelia, 52 familias carecían de gas, por lo que cocinar se volvió imposible. Ese evento impulsó una de sus primeras transmisiones en redes sociales. «Estaba molesta… había tantos niños llorando, sin poder dormir, sin poder jugar». La falta de electricidad obligaba a vivir en constante movimiento.
Para Amelia y sus hijos, la carga emocional era también insostenible. »Los niños cubanos viven con preocupaciones… de que les vayan a quitar la corriente y no puedan ver sus muñequitos, de que vayan a pasar calor, de que van a estar aburridos». Esas preocupaciones —incompatibles con una infancia sana— generan un impacto profundo: «dolor, angustia, sufrimiento».
Lo que comenzó como dolor personal terminó por convertirse en denuncia pública. «Cuando empecé a hablar, además, sentí por primera vez el respaldo de muchas personas… tanta gente pasándolo igual o peor que yo». Pero hablar también tuvo consecuencias: el exilio. «Yo no puedo entrar a Cuba, no puedo ver a mi familia, a mis padres, que viven allí». Aun así, su mensaje es firme: «Conformarse no es una opción. Tú no puedes vivir sin comer, sin bañarte, sin tomar agua, tú no puedes vivir 20 horas sin corriente… y si tú quieres cambiar esa realidad estás obligado a oponerte, a denunciar, a levantarte».
***
Como Amelia, muchas madres han tenido que romper el silencio y buscar formas de resistir ante el abandono. Las madres cubanas han tenido que diseñar sus propias estrategias de supervivencia: cocinar con carbón regalado, dormir a sus hijos con sedantes, compartir comida con otras familias. Pero todas ellas son parches ante una ausencia mayor: la del Estado.
Según un informe presentado en 2024 por el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (OCDH), los apagones son considerados por la población como el segundo problema social más grave en Cuba, solo superado por la crisis alimentaria y por delante del alto costo de la vida. La encuesta, realizada en 78 municipios de todas las provincias, confirma que la electricidad no es solo una necesidad técnica, sino un factor que condiciona profundamente la vida cotidiana de millones.
Informe del OCDH correspondiente a 2024. (Imagen: OCDH)
Sin embargo, el régimen continúa priorizando sectores ajenos a las urgencias sociales. Mientras miles de familias enfrentan escasez de alimentos y apagones de hasta 20 horas, en 2024, por ejemplo, el gobierno cubano concentró el 37,4 % de la inversión estatal (1.535 millones) en el turismo y la hostelería, una cifra 11 veces más que lo destinado a Educación y Sanidad juntos; a pesar de que la tasa de ocupación hotelera cada vez es más baja.
Los recursos que podrían destinarse a mejorar el sistema eléctrico, la alimentación o los servicios básicos, siguen destinándose a hoteles de lujo que permanecen vacíos. Para las madres cubanas, esta desconexión entre las prioridades del Estado y las necesidades del pueblo es una afrenta constante.
Las historias de Yusimí y Ledys, como las de tantas otras madres, evidencian que los apagones no son solo un problema técnico o político. Son una forma de violencia estructural que se ensaña con las infancias y con quienes las cuidan. Porque cuando se va la luz, también se apaga el derecho a una crianza digna. Esta violencia estructural no sólo castiga el presente de quienes crían, sino que hipoteca el futuro de una nación que ya sufre una drástica caída de nacimientos y un éxodo sin precedentes. Criar en Cuba, hoy, es resistir en un entorno que desalienta la vida.
Una publicación de la revista Bohemia,en marzo de 2025 recogió declaraciones oficiales que confirman esta percepción. Según el vicejefe de la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI), Juan Carlos Alfonso Faga, en 2024 se registraron apenas 71.000 nacimientos en Cuba, la cifra más baja de las últimas décadas, con 19.075 menos que en 2023.
Imagen: El País
El éxodo migratorio ha vaciado al país y ha dejado un crecimiento demográfico negativo: solo aumenta la proporción de personas mayores, mientras las mujeres en edad fértil posponen o rechazan la maternidad ante un contexto económico y social cada vez más hostil.
Desde 1978, Cuba no alcanza el nivel de reemplazo poblacional. La crianza, el parto y la maternidad se desarrollan en condiciones tan adversas que tener hijos se ha convertido, para muchas, en una decisión inviable.
En esta Cuba atravesada por apagones, abandono institucional y precariedad, ser madre no es solo un acto de amor, sino un acto de resistencia cotidiana. Ledys, Yusimí y muchas otras mujeres enfrentan cada día la violencia de un sistema que las invisibiliza, mientras sostienen la vida de sus hijos en condiciones extremas. Mientras no haya voluntad política para garantizar derechos básicos como la electricidad, el agua o la salud, estas mujeres seguirán criando en la oscuridad. Romper el silencio sobre esta violencia es urgente. Nombrarla es el primer paso para imaginar otro futuro.
Y mientras ese futuro llega, muchas, como Yusimí, se aferran a lo único que queda: «aguantar, remediar con lo que se pueda y, si no se puede, coger una almohada y echarme a llorar».
Sobre la autora
〰️
Sobre la autora 〰️
Odette González
Graduada en Filología por la Universidad de La Habana (2008) y residente en Madrid desde 2017. Editora y periodista independiente con una trayectoria centrada en la defensa y promoción de los derechos humanos, especialmente en el contexto cubano. Cuenta con un Máster en Periodismo y Comunicación Deportiva. Ha formado parte del equipo editorial de CubaNet Noticias y ha colaborado con medios como YucaByte.